Comentario
En el Manifiesto que Primo de Rivera publicó el día mismo del golpe de Estado del 13 de septiembre comunicaba que el gobierno sería encomendado a los militares o a algunos civiles que estarían colocados bajo su patrocinio. En un primer momento, el general juró el cargo ministerial como responsable único de un gobierno integrado únicamente por militares. El Directorio militar estaba compuesto por un general de brigada por cada región militar y un contralmirante, en total nueve personas.
En diciembre de 1925, cuando el tema de Marruecos parecía en vías de pronta solución, Primo de Rivera nombró un gobierno formado por personas que no pertenecían a la carrera militar, en un intento de volver a un régimen de normalidad. En una carta a José Calvo Sotelo le expuso sus propósitos: se trataba de formar un nuevo gobierno a base de hombres civiles que durante un plazo de un año sería radical y expedito en el procedimiento, no convocaría elecciones y mantendría la censura. Pero las dificultades del general para llegar a elaborar un programa de retorno a la legalidad constitucional eran ya patentes en estos momentos y algo común en todas las dictaduras.
En el nuevo gobierno figuraba como Ministro de la Gobernación el general Martínez Anido, antiguo amigo del Dictador, pero la mayor parte de los nuevos ministros fueron civiles. Primo de Rivera para elegir a los miembros de su Gobierno hubo de acudir a los partidos del turno, que era la única cantera de la España de entonces. José Calvo Sotelo, que procedía del maurismo y el catolicismo políticos, había ocupado un gobierno civil antes de la llegada de la Dictadura, pero, sobre todo, se había destacado en ésta por su labor en la Dirección General de Administración Local; también ocuparon puestos en este directorio civil Eduardo Aunós, que procedía del catalanismo y José Yanguas Messía, que fue diputado por Jaén de significación conservadora.
Con ello afirmaba su voluntad de permanecer en el poder y no marcaba ningún camino preciso para salir del régimen dictatorial. Un año después de la constitución del Directorio civil, el Dictador intentó una vuelta a la normalidad que alteraba la legalidad constitucional. En 1926 hizo un plebiscito informal para demostrar el apoyo popular que tenía y para presionar al monarca en el sentido de que aceptara la convocatoria de una Asamblea Consultiva, no elegida, cuyo cometido sería propiciar el camino hacia la legalidad. Pero la cuestión quedó aplazada debido a la resistencia de Alfonso XIII.
En septiembre de 1927, un año después del plebiscito, Primo de Rivera volvió a convocar la Asamblea Nacional Consultiva, presentándola como un procedimiento para la vuelta a la normalidad y dando un plazo para llegar a la misma. Así, la Asamblea debería preparar y presentar escalonadamente al gobierno en un plazo de tres años y con carácter de anteproyecto, una legislación general y completa que a su hora ha de someterse a un sincero contraste de opinión pública y, en la parte que proceda, a la real sanción. El Rey hubo de plegarse a ello y, finalmente, la Asamblea se reunió a partir de febrero de 1928. Estaba integrada por casi cuatrocientos miembros, de los que entre cincuenta y sesenta eran asambleístas por derecho propio o representantes del Estado. El resto lo componían representantes de las provincias y de distintas actividades de la vida nacional como la enseñanza, actividades sindicales, etc. El Gobierno nombró directamente a la mayoría de los miembros y tan sólo unos sesenta habían sido antes parlamentarios o ministros.
La Asamblea tenía encomendadas dos tareas: por un lado, producir unas nuevas instituciones y, por otro, ejercer una labor fiscalizadora del gobierno. Sus trabajos se desarrollaban a través de secciones y no en plenarios. La sección que tuvo un trabajo más continuado fue la de Leyes Constituyentes a fin de elaborar un nuevo texto constitucional, pero en ningún momento existió un criterio común entre sus miembros respecto al futuro régimen constitucional que habría de tener el país. Finalmente se redactó un anteproyecto que contenía claras limitaciones al ejercicio de los derechos, como corresponde a una Constitución de carácter autoritario. La representación nacional se realizaba a través de una cámara única en la que la mitad de los diputados eran de elección corporativa o nombramiento real y el resto sería elegido por sufragio universal. Pero esta fórmula constitucional poco tenía que ver con los deseos del mismo Primo de Rivera, que no aspiraba a un aumento del poder real en perjuicio del propio. Tampoco el proyecto coincidía con el fascismo: Primo de Rivera envió el texto a Mussolini, quien le respondió afectuosamente pero, en realidad, pensaba que poco tenía que ver esa fórmula con lo que él había intentado en Italia. En resumen, lo que acabó por arruinar a la Dictadura como fórmula política fue su propia incapacidad para encontrar una fórmula institucional diferente a la del pasado.